El hijo del comisario

En una tarde amena, agradable, un enmarañado Defensa y Justicia empató uno a uno contra el magnánimo e inimputable Barracas central en el estadio Claudio Tapia, en condición de visitante. Se podría decir que le empataron, a los noventa y cinco minutos del segundo tiempo. Pero uno no quiere mandar de alcahuete a nadie.

La tarde se prestaba, veinte grados, luego de la lluvia torrencial de la semana y los equipos también, puesto que venían de una racha bastante positiva ambos. La gente llegó en un número, me pregunto si el narigón Matias, el primer hincha de Defensa que conocí, habrá ido a alentar a su Barracas querido, cosa que nunca entendí. Estaba todo dispuesto para que se desarrollase un gran partido. A pesar del día viernes y el horario tres y media de la tarde.

El partido arrancó parejo, movido, con ambos equipos queriendo ser protagonistas, queriéndose llevar por delante al rival. Nada de esperar y ver que pasa. Asi hubo gambetas, del lado de ellos una apilada genial de un delantero, tiros de larga distancia, uno nuestro, que estrelló el travesaño y casi lo parte al medio. Primer tiempo, vamos al segundo. El gol de Miritello, el goleador, como quien dice, fue una jugada de primera, con todas las velocidades pensadas a mil revoluciones. Pim, pam, pum, centro desde la derecha, cabezazo y golazo. A partir de ahí como que se empezó a escapar el partido, queriéndolo cerrar. Y Barracas fue a la carga a buscar. Y de tanto buscar quedó una escaramuza en el área que al que le quedó no perdonó y el hijo del chiqui Tapia, que es un muy buen jugador, nos la mandó a guardar de un zapatazo, cuando ya se cerraba el telón del partido. Empate y a casa.

Recuerdo el Arsenal de Sarandí y ahora este equipo de Barracas como las grandes sorpresas de su momento. Nosotros lo fuimos también, lo seguimos siendo. Ganarnos ya es un mérito. Ni hablar de un empate. Un empate así duele. Pero se aguanta.

Párrafo aparte. Es vital que digamos no a la violencia. El fin de la dominación externa no será el fin de la dominación. Unámonos en un abrazo fraternal para esperar el próximo partido. Y abrir las puertas de la visita como buenos huéspedes. Cuando esto pasaba cada fin de semana desde tiempos inmemoriales en los que no había tantos registros audiovisuales, cuando cada fin de semana era un diagrama de guerra, según me contaba mi padre, para que las hinchadas no se cruzasen en las inmediaciones del estadio, yo era chico. Una vez jugabámos contra Cambaceres -otro equipo que parece haber desaparecido- y mi mamá se disponía a sacar el auto para llevarme. Apareció un auto que casi la choca. Se bajó un muchacho, discutieron. Un muchacho grandote de pelo largo enrulado que paraba con una barra en una esquina, cerca de lo de mi amigo Lucas Campos, cuyo abuelo José tenía la gomería a la que había bautizado Ramón «Palito» Ortega. Cuestión, salió mi padre con su parsimonia, le dijo al muchacho que era un inconsciente por manejar en estado de ebriedad. Le saco las llaves del coche. Vino la policía. Al muchacho se lo llevaron. A su auto también. Yo fui a jugar el partido recontra exaltado. A la noche volvió con su madre a pedir a correspondientes disculpas. Mi padre lo disculpó. Al otro día le devolvieron el auto. A veces pasaba y saludaba. Es vital que digamos no a la violencia.

Todas las hinchadas unidas jamás serán vencidas.

 

 

 

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